Síntomas emocionales y psicológicos del trauma
Muchas personas creen que un trauma es un acontecimiento extraordinario y profundamente sobrecogedor como puede serlo un terremoto, un atentado, una pérdida de una persona muy querida, o un accidente de coche. Y sí, eso claro que puede constituirse en un trauma, pero también pueden ser vivido como trauma circunstancias o situaciones que quizás ahora nos resultan manejables pero que en algún momento de nuestra vida constituyeron un impacto emocional tan grande que sobrepasó nuestros propios mecanismos de afrontamiento; como puede ser, por ejemplo, que a la edad de 4 años a nuestra madre o nuestro padre se le olvidara recogernos de la guardería.
El trauma psicológico es una respuesta a eventos o experiencias que nos resultan emocionalmente perturbadoras o abrumadoras, y a menudo, sobre todo cuando no hemos podido procesarlo e integrarlo adecuadamente, puede tener un impacto a largo plazo en nuestro bienestar emocional, psicológico y físico.
Los síntomas del trauma pueden variar ampliamente según el tipo de trauma, la duración, la intensidad y nuestras propias características individuales. En este artículo profundizaremos en los síntomas emocionales y psicológicos que el trauma deja en nuestra vida y en nuestra persona.
Ansiedad y preocupación por la anticipación de posibles peligros
La ansiedad es una respuesta de supervivencia de nuestro cerebro y una reacción fisiológica automatizada diseñada para protegernos de un peligro inmediato.
Después de un trauma, la amígdala, que es el área de nuestro cerebro que se encarga de detectar el peligro inmediato, puede volverse hiperactiva o hipersensible. Al mismo tiempo el trauma puede condicionar nuestro cerebro, asociando ciertas personas, lugares, sensaciones o situaciones con el evento traumático vivido desencadenando respuestas de ansiedad y pánico. Nuestros patrones de pensamiento pueden alterarse llevándonos a desarrollar un cierto sesgo cognitivo hacia el peligro y pudiendo interpretar situaciones seguras o neutras como potencialmente peligrosas. Este comportamiento disfuncional y una amígdala hiperactivada, puede dar lugar a detectar amenazas y peligro en donde no lo hay.
Cuando hemos experimentado un trauma y este no ha sido procesado e integrado, nuestro sistema nervioso puede permanecer en estado de hiperactivación, caracterizado por una constante respuesta de lucha o huida continua, algo que puede generarnos estados de ansiedad recurrentes.
Depresión, tristeza profundo y sensación de desesperanza
Cuando experimentamos un trauma, se producen una serie de cambios neurológicos en nuestro cerebro que pueden alterar su estructura y su funcionamiento predisponiéndonos a experimentar ciertos síntomas depresivos. Por ejemplo, nuestro eje hipotálamo-pituitaria-adrenal, que juega un papel fundamental en la regulación de la respuesta de nuestro cuerpo al estrés y el mantenimiento de nuestro equilibrio interno, libera una producción irregular de cortisol. Un nivel crónicamente alto o bajo de cortisol pude contribuir a los síntomas depresivos, además de afectar a nuestra regulación emocional aumentando nuestra reactividad al estrés.
El cortisol elevado puede afectar a la síntesis y liberación de neurotransmisores claves como la serotonina, la dopamina y la norepinefrina. Con el tiempo, esta activación crónica puede conducir a la reducción o agotamiento de estas sustancias ya que nuestro cuerpo sigue enfocado en mantener los niveles de cortisol y estrés sostenido ante una posible sensación de peligro.
Como comentábamos antes, ante el trauma, nuestra amígdala se vuelve hiperactiva e hiper-reactiva e interfiere en el funcionamiento de los hipocampos y de nuestra corteza prefrontal pudiendo dar lugar a problemas de memoria y dificultades para regular las emociones negativas, algo que aumenta nuestros sentimientos de tristeza y desesperanza. Puede afectar también a nuestro sistema de recompensa, produciendo en nosotros una disminución de la desmotivación, el placer.
Además, el trauma puede dañar nuestra autoestima y nuestra imagen e inducir en nosotras indefensión aprendida y distorsiones cognitivas. La pérdida de confianza en otras personas y el aislamiento social puede constituir, también, un factor de riesgo para la depresión.
Irritabilidad, enojo y estallidos de ira
Decíamos antes que una de las consecuencias del trauma puede derivar en una hiperactividad de nuestra amígdala, la reducción o inhibición a la corteza prefrontal y una desregulación del eje HPA. Esto disminuye nuestra tolerancia emocional al estrés y afecta a nuestra capacidad de manejar y regular nuestras emociones. Cuando las emociones no se procesan adecuadamente pueden acumularse y manifestarse eventualmente como explosiones de ira o irritabilidad.
El estado de hipervigilancia, debido a una hiperactivación de la amígdala puede hacer que tengamos una recurrente percepción de amenaza, a lo que podemos responder con ira. Al mismo tiempo, la ira puede aparecer como un mecanismo de defensa para evitar el dolor emocional de los sentimientos de vulnerabilidad, desprotección, autoestima dañada y enojo interno.
Confusión, desorientación y dificultad para concentrarse y tomar decisiones
Debido a la disociación y a la alteración de varias zonas del cerebro como el hipocampo, la hiperactivación de la amígdala y la corteza prefrontal podemos experimentar dificultad para concentrarnos y tomar decisiones. Al mismo tiempo un estado de alerta permanente puede hacer que experimentemos en un estado de sobrecarga sensorial y cognitiva que da lugar a esa confusión y caos del que hablamos y un agotamiento físico, como consecuencia del estado de estrés crónico, que puede que hacer que entremos en un estado de congelación con desconexión de la realidad y paralización ante la amenaza recibida.
Desesperanza y vacío, falta de sentido de propósito
La disfunción de nuestro hipocampo y nuestra corteza prefrontal puede contribuir a una incapacidad para imaginar o planificar un futuro positivo, lo que, sin duda, puede producirnos sentimientos de profunda desesperanza y falta de propósito.
Al mismo tiempo, la alteración de neurotransmisores como la serotonina, dopamina y norepinefrina, implicados en la regulación de nuestro estado de ánimo y nuestra motivación
Muchas personas que han experimentado trauma pueden experimentar lo que se denomina entumecimiento emocional, una falta de respuesta emocional a situaciones que normalmente desencadenarían una respuesta. Esto hace sentir que nos sintamos desconectadas de la vida, de las personas y de todo aquello que nos motiva.
Miedo y terror
Otro de los síntomas del trauma es la aparición de lo que denominamos flashbacks, una experiencia involuntaria en la que revivimos el episodio traumático como si esto estuviera teniendo lugar en el presente. Los flashbacks son un claro síntoma de estrés post-traumático y pueden ser realmente perturbadores para la persona que lo está viviendo.
Los flashbacks suelen ser provocados por desencadenantes que recuerdan, de alguna manera, al evento traumático. Estos pueden ser estímulos sensoriales (olores, sonidos, imágenes), emociones o situaciones que activen la memoria del trauma. Durante un flashback, la persona puede sentir que ha perdido el control de su percepción del entorno actual, como si estuviera atrapada en el recuerdo, algo que se vive como una experiencia angustiante y aterradora.
Desde el punto de vista neurológico, el impacto severo y/o prolongado del trauma en nosotros puede alterar el funcionamiento de estructuras cerebrales como hemos visto anteriormente. Nuestro cerebro está diseñado para priorizar la supervivencia y durante el evento traumático, este entra en un modo de alerta máxima. Cuando no se logra procesar o almacenar adecuadamente esa experiencia, puede quedar atrapado en un ciclo de reactividad. Las conexiones neuronales entre las áreas responsables del miedo, la memoria y la regulación emocional se ven alteradas, lo que hace que los eventos traumáticos sigan afectando la vida de la persona mucho después de que haya pasado el peligro.
Culpa y vergüenza
Cuando el trauma parece una experiencia aleatoria o sin sentido, puede que sintamos la necesidad intensa de encontrar una explicación o razón para lo suedido. Cuando no la encontramos, inconscientemente, culparnos a nosotros mismos puede ser vivido como un intento de recuperar una cierta sensación de control y previsibilidad en un mundo que de repente vivimos como caótico e impredecible.
Pensar “debería haber hecho algo diferente” puede ser una manera de evitar la profunda percepción de inseguridad que nos genera el hecho de que la vida sea imprevisible.
En algunas ocasiones, también podemos experimentar vergüenza por la estigmatización de ser víctimas, de ser vistas o percibidas como débiles o incapaces de protegernos o para evitar culpar a perpetradores que constituyen figuras importantes de nuestra vida.
Sentir culpa o vergüenza puede ser, también, una manera de negar la impotencia total que, a menudo, se siente durante el trauma.
Problemas de autoestima y autoconcepto
Como hemos visto el trauma puede reducir la actividad en la corteza prefrontal, lo que dificulta la capacidad de la persona para regular las emociones y evaluar de manera racional sus propios pensamientos y sentimientos. Esto puede llevar a una distorsión en la percepción de una misma, promoviendo pensamientos negativos o autocríticos. Cuando esta región del cerebro no funciona adecuadamente, podemos sentirnos inadecuadas, defectuosas o indignas de amor o éxito.
Al mismo tiempo, la hiperactivación de la amígdala puede llevarnos a interpretar de manera exagerada situaciones cotidianas como fracasos o rechazos personales, lo que refuerza sentimientos de baja autoestima. Por ejemplo, un comentario o crítica menor puede ser interpretado como una amenaza a su valor personal, intensificando nuestra inseguridad y percepción negativa de nosotros mismos. El estrés crónico que implica un trauma no integrado influye en cómo nos percibimos a nosotros mismos haciéndonos más vulnerables a pensamientos negativos, autocríticos y haciéndonos sentir que no tenemos control sobre nuestra vida. Esta sensación de impotencia y falta de control puede erosionar nuestra autoestima y autoconcepto.
Neurológicamente, el trauma puede reforzar la sensación de falta de control sobre nuestro entorno. Cuando una persona experimenta situaciones traumáticas en las que siente que no tiene capacidad de actuar o escapar, su cerebro puede integrar esta experiencia como una verdad general. Esto da lugar a una percepción generalizada de impotencia, donde la persona no solo se siente incapaz de cambiar su situación, sino también de mejorar su vida en general. Esto socava la autoestima y perpetúa una visión negativa de uno mismo.
Dificultad para relacionarnos
Hemos podido ver como el trauma puede alterar el funcionamiento de varias áreas del cerebro que están involucradas con la regulación emocional, nuestra percepción de seguridad, la confianza y la interacción social. A nivel neurológico, el trauma impacta en la forma en que procesamos las emociones y las señales sociales y esto, indudablemente influye en la forma en la que tenemos de relacionarnos con otras personas.
Los efectos emocionales y psicológicos del trauma pueden ser profundos y duraderos, afectando a múltiples aspectos de nuestra vida. Sin embargo, con el apoyo adecuado, la persona puede aprender a procesar, manejar e integrar los efectos del trauma, reduciendo su impacto y logrando la recuperación emocional.
Suscríbete a nuestra newsletter
Recibe contenidos e información de cursos y talleres para tu crecimiento personal y profesional
No nos gusta el SPAM. Esa es la razón por la que nunca venderemos tus datos.