Las historias que no contamos: silencio y trauma

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Las historias que no contamos: silencio y trauma

En casa nunca se hablaba de mi abuelo materno. Crecimos sin preguntar por él y, aunque no sabíamos exactamente a qué se debía ese silencio, todos intuíamos de una manera o de otra que hablar de ello podría resultar especialmente doloroso o difícil para mi madre. Este no hablar de lo que duele fue, algo así, como un mecanismo aprendido intuitivamente, nunca hubo una orden directa, nunca hubo una prohibición expresa de “no hablar” de él. Luego el silencio se extendió a más cosas e incluso hacia vivencias propias.

Como muchos de nosotros, crecí en una familia donde había cosas que no se contaban: cosas que dolían, daban vergüenza o cosas por las que sentías culpa. Por lo que he podido ver a lo largo de estos años, es mucho más frecuente de lo que pensamos y suele ser un denominador común en muchos de los procesos de terapia que acompañamos y en muchos de los talleres que realizamos.

Silencio y trauma suelen ir de la mano. Y cuando hablo de trauma no me refiero al “evento” en sí, sino al impacto que deja en nuestro cuerpo y en nuestro ser lo que sucedió. El silencio suele ser una respuesta casi instintiva en estos casos. En ocasiones, es una simple cuestión fisiológica: cuando la situación que experimentamos es sumamente abrumadora, nuestro cerebro puede desconectarse emocionalmente como una forma de protegerse y tampoco es capaz de hablar. Otras veces callamos por miedo al rechazo, a las consecuencias, a no ser creídas o incluso a sufrir represalias.

A veces, ese silencio se prolonga más allá del evento traumático en sí y se convierte en una pesada carga para nosotros. Pero ¿por qué callamos en vez de recurrir a alguien en busca de apoyo o ayuda? Para poder compartir algo que ha sido realmente duro y difícil para nosotros necesitamos sentirnos seguros en la relación con la persona con la que vamos a compartirlo, y esto no siempre sucede. No solo me refiero a una seguridad física, sino también y sobre todo a una seguridad emocional, a una certeza sentida en el cuerpo de que vamos a ser escuchados con empatía y sin juicio por parte de la otra persona, a ser comprendidos.

El trauma no expresado se queda atrapado en el cuerpo. En primer lugar, para no hablar de ello y para que no se note, desarrollamos una serie de estrategias protectoras que consumen nuestra energía y atrapan nuestra atención. Por ejemplo, podemos tener una estrategia de estar siempre ocupados haciendo cosas para evitar sentir, o desarrollar un patrón evitativo que nos impide involucrarnos en las relaciones, o caer en la procastinación, etc. Nuestro cuerpo y nuestro sistema nervioso, además, puede quedarse enganchado en un estado de lucha-huida-congelación, afectando físicamente a nuestro organismo en forma de tensión muscular, niveles de cortisol elevados, problemas intestinales, eccemas, o vete a saber qué otros síntomas.

El silencio en torno a lo que ocurrió, también, puede llevarnos a suprimir, bloquear o intentar anular ciertas emociones. Podemos incluso desconectarnos emocionalmente o sufrir ataques de ira o de ansiedad aparentemente desproporcionados para el estímulo que lo ocasionó.

Pero yo diría que una de las cosas más dolorosas de esas historias que no contamos es la profunda sensación de soledad y de incomprensión que nos produce, algo que puede incluso contribuir a que nos cerremos y aislemos cada vez más y más.

A veces el silencio viene impuesto por el entorno. Un “por favor que no se entere nadie” puede ser absolutamente demoledor para una persona que, por ejemplo, se ha atrevido a hablar de un abuso y recibe ese feedback de su padre o de su madre. El estigma social también puede ser una razón para ser silenciados por la familia o incluso la sociedad, como ocurría hace tiempo con cuestiones relacionadas con la salud mental. En todos estos casos, el silencio amplifica el efecto del trauma y la sensación de soledad e incomprensión puede elevarse hasta niveles insostenibles.

El trauma, en sí, acaba teniendo siempre un componente sistémico. No solo porque con muchísima frecuencia suele originarse en el marco de una relación, sino porque el silencio asociado al trauma tiene su origen en un sistema en el que la persona que experimenta el trauma no se siente lo suficientemente segura como para compartir lo que sucedió.

Lo que no se cuenta no desaparece, sino que acaba permaneciendo como algo invisible que impregna las dinámicas, emociones y comportamientos a nivel sistémico. Esto afecta a familias, comunidades, culturas u organizaciones y en el caso particular de los sistemas familiares, lo que no se cuenta acaba transmitiéndose de generación en generación de forma sutil y profunda, como ocurría en mi casa con el tema de mi abuelo.

Cuando esto sucede se produce una transmisión transgeneracional e intergeneracional del trauma a través de patrones emocionales heredados, roles familiares disfucionales, narrativas familiares o dinámicas de evitación que nos pasando una enorme factura. Por ejemplo, en una familia donde se han silenciado continuamente historias de abuso o violencia, las generaciones posteriores pueden acabar desarrollando dinámicas de desconfianza, evitación emocional o incluso dificultad para establecer límites sin conocer las experiencias originales.

En nuestra Formación Intensiva de Sistémico y Trauma profundizaremos más en el impacto sistémico del trauma, en el trauma transgeneracional y en cómo ciertas dinámicas sistémicas disfuncionales pueden traducirse en trauma.

En la construcción de nuestra identidad, las historias que nos contamos y que contamos juegan un papel nuclear. Nos sirven para explicarnos la realidad, nos ayudan a encontrarle un sentido a lo que vivimos, a buscar un propósito o a conectar con otros o con nosotros mismos. Pero en todo esto también pesa (y mucho) esas historias que nos guardamos, aquello que no contamos. En este proceso de dar voz al trauma, encontramos la posibilidad de sanarnos y de reconstruir nuestra propia identidad.

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