El trauma relacional y vincular: presencia y ausencia

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El trauma relacional y vincular: presencia y ausencia

Durante muchos años se entendió el trauma como un evento extraordinario y extremo, sin embargo, la investigación en neurociencia, apego y psicología del desarrollo ha terminado desplazando el foco. Hoy podemos saber que no es el evento (la experiencia traumática) en sí lo que determina el trauma, sino cómo se vivió en relación; o lo que es lo mismo, la forma en que una relación humana se quiebra o se ausenta en un momento de máxima vulnerabilidad de la persona. Es entonces cuando puede comprenderse como una herida relacional: no solo sucede algo doloroso y tremendo, sino que en ese algo, el otro no está disponible o no puede sostenernos. Trauma= dolor+soledad.

Esto puede explicar por qué dos personas expuestas al mismo suceso pueden tener impactos diferentes. La diferencia no está tanto en lo que ocurrió, sino en quién estuvo allí para poder acompañar y sostener a la persona. Cuando esto sucede el trauma no se refiere solo al impacto físico o psicológico de la experiencia, sino a la ruptura del lazo que une a la persona con sus recursos de seguridad. Los recursos de seguridad no solo son propios, sino que, en muchas ocasiones, tienen que ver con los otros; especialmente en nuestra edad más temprana donde la presencia del otro puede amortiguar el dolor, o incluso la ausencia de quien debería estar ahí en ese momento puede amplificarlo aún más.

En situaciones difíciles, la presencia atenta y segura de otra persona, actúa como un regulador emocional. Por ejemplo: un niño que sufre una pérdida, pero que encuentra un adulto disponible que le consuela, puede vivir el dolor de la pérdida y atravesarlo sin que se vuelva traumático.

Cuando hablo de presencia no me refiero al hecho de estar físicamente cerca, sino a estar con una atención plena que hace que el niño se sienta visto y escuchado, una validación emocional que corrobora que lo que ese niño siente es importante y tiene todo el sentido del mundo; y a una co-regulación emocional donde el adulto puede acompañar al niño hasta que él solo pueda sostenerlo. Y lo mismo sucede entre adultos.

La presencia puede convertir una experiencia potencialmente traumática en una experiencia que se integra, es decir, en algo que, aunque duele, puede ser comprendido y digerido por la persona. Sin embargo, cuando la presencia falla el dolor no encuentra dónde alojarse. La ausencia del otro, o su incapacidad para vernos, validarnos, acompañarnos y co-regularnos en esa experiencia difícil, deja al niño o al adulto solo frente a una emoción que es demasiado para él y que desborda completamente su sistema nervioso.

El “trauma relacional” que puede manifestarse de diversas maneras: como una ausencia física donde no hay nadie a quién acudir, como una ausencia emocional donde hay alguien, pero no hay una mirada, un contacto ni una resonancia emocional; o como la ausencia de alguien que no cumple su función de proteger sea por lo que sea, o bien porque es el agresor o porque su inmadurez emocional o sus heridas del pasado les impide hacerlo.

Para que exista trauma relacional, en realidad, no hace falta un evento devastador. De hecho, la repetición de pequeñas desconexiones a lo largo del tiempo como puede ser el caso de un niño que cree con padres emocionalmente inaccesibles o una persona adulta cuya pareja nunca valida sus emociones, puede acabar teniendo efectos profundos.

La herida emocional no viene tanto de lo que pasó, sino de lo que debería haber pasado y faltó (acompañamiento, validación, contacto humano, etc.). En estos casos se produce un doble impacto: por un lado, una experiencia difícil de experimentar, y por otro una soledad no elegida que termina generando una desregulación crónica con todo lo que ello implica en términos de hipervigilancia, disociación, patrones de apego inseguros y dificultades para confiar en futuros vínculos. En definitiva, es la ausencia lo que acaba provocando heridas mucho más profundas que el evento en sí.

El trauma relacional también permite ser entendido como microtraumas acumulativos, como las desconexiones repetidas de padres que no pueden estar emocionalmente disponibles, las constantes experiencias de invalidación, desatención, comparaciones, etc.

Y si el trauma relacional se origina en una ruptura de la conexión, la reparación y sanación también sucede en relación. En una relación que puede darse, por ejemplo, en un proceso terapéutico donde la persona pueda experimentar la presencia con una persona confiable que es capaz de acompañarla a revisitar aquellas experiencias para dotarlas de un nuevo significado desde la regulación y la seguridad para así poder integrarlas. 

Es algo que también podemos ver claramente en acción en los talleres de constelaciones para la integración de trauma: cómo la presencia segura y amorosa del grupo es capaz de sostener y acompañar al otro para que resignifique lo que sucedió, y esta vez no lo hace en soledad.

Comprender el trauma como una herida relacional, ademas, puede transformar la manera en que nos miramos a nosotros mismos, pero también la manera en que miramos a los demás. Nos envía una invitación a pasar del aislamiento o la evitación a la búsqueda de relaciones y vínculos sanos, a completar un movimiento incompleto, a pasar del silencio, la soledad y la ausencia a la expresión, el amor y la presencia compartida.

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