Dificultad para recibir: ¿qué hay detrás?

Para muchos de nosotros, el hecho de recibir —sea afecto, ayuda, reconocimiento, dinero, regalos, cumplidos, etc.— no siempre es tan sencillo como parece. En muchísimos casos ni siquiera somos conscientes de ello, y no es algo que tenga que ver con lo que ocurre fuera, sino con creencias, aprendizajes y patrones internos que hacen que recibir se viva como algo incómodo o incluso amenazante. Pero ¿qué nos impide abrirnos plenamente a recibir y cómo impacta a la relación con otros y con nosotros mismos? Vamos a explorar algunas de las posibles causas e implicaciones:
La relación entre el recibir y el equilibrio y el orden en las relaciones
Desde la mirada de las constelaciones familiares, la dificultad para recibir no es solo una experiencia interna, sino que es algo que impacta directamente a los principios de orden y equilibrio y, por tanto, a la salud de las relaciones.
Cuando hablamos de equilibrio, nos referimos a ese movimiento natural, propio de las relaciones entre iguales –ya sea amistad, pareja, una colaboración laboral, etc.– en el que uno da y el otro recibe. Ese recibir se transforma en una nueva posibilidad de dar que genera un flujo circular indispensable para mantener viva la relación. No se trata de dar lo mismo, sino de permitir que circule lo que cada uno puede ofrecer. A veces es cariño, otras veces apoyo material, escucha, presencia o incluso reconocimiento. Lo esencial es que ambos sientan que el flujo se mueve en ambas direcciones y, cuando esto no sucede porque uno de los dos no sabe o no puede recibir, la relación tiende a desequilibrarse y puede resentirse.
El que solo da se coloca, sin darse cuenta, en una posición de “superioridad”. Al colocarse “por encima” adopta de manera inconsciente un rol parental —lo que en constelaciones llamamos parentificación—, el que sostiene, el que sabe, el que puede solo. Y al hacerlo, irremediablemente relega al otro a una posición de hijo, energéticamente “más pequeño”. Cuando esto sucede, la relación deja de ser una relación entre iguales y se convierte en una relación jerárquica en la que no hay reciprocidad.
El impacto en el otro y en el vínculo es brutal: puede acabar sintiéndose no visto y experimentar frustración y sentimientos de rechazo e invalidez al percibir que su entrega no tiene cabida. No solo siente que no puede dar o que lo que da no es bien recibido, sino que también se queda sin poder compartirse. Recibir o tomar también es una forma de dejarse amar y, en la medida en que no nos lo permitimos, estamos limitando la profundidad emocional y la conexión real de la relación.
Este patrón suele originarse en la infancia. En muchísimas ocasiones esto nos habla de la historia de un niño que tuvo que adoptar el rol de cuidador temprano. Cuando un niño asume responsabilidades que no le corresponden —como cuidar de un hermano menor, sostener emocionalmente a sus progenitores, etc.— se produce lo que en constelaciones familiares llamamos una inversión de roles. El hijo deja de estar en el lugar de “tomar de los grandes” para convertirse, demasiado pronto, en quien da, cuida, “salva” o media. A nivel interno, ese niño aprende que su valor está en sostener. Su identidad se construye alrededor de la idea de que “si yo cuido, pertenezco” o “si doy o hago, me necesitan”. Es una forma de supervivencia emocional: el niño garantiza su lugar en la familia cumpliendo un rol que lo mantiene vinculado, aunque le reste libertad. Con el tiempo, estas dinámicas pueden cristalizarse en patrones adultos: la persona siente que siempre debe estar disponible para los demás, que no puede bajar la guardia, que si deja de dar corre el riesgo de perder el vínculo o de no ser querida. En ese sentido, recibir puede resultarle incómodo, incluso amenazante, porque la conecta con la vulnerabilidad infantil de haber necesitado y no haber recibido lo suficiente.
El merecimiento
Otra de las causas frecuentes está ligada a la sensación de merecimiento. Recibir implica abrirse a la vida, reconocer que lo que llega tiene un lugar en nosotros y permitir que la abundancia —en sus múltiples formas— pueda entrar. Sin embargo, para muchas personas esta experiencia se ve bloqueada por creencias inconscientes que las llevan a sentir que “no se lo merecen”.
Cuando sentimos que no merecemos, aparece un diálogo interno muy sutil pero poderoso: “no valgo”; “no soy suficiente”; “no he hecho lo bastante”; “si acepto esto, luego tendré que pagar un precio”; “los demás lo necesitan más que yo”. Estas frases, aunque no siempre formuladas de manera consciente, se convierten en filtros que distorsionan la forma en la que nos relacionamos con el mundo. La consecuencia es que incluso cuando la vida nos ofrece amor, apoyo, reconocimiento o prosperidad, una parte de nosotros se cierra o los rechaza, como si no tuviera derecho a tomarlos.
El tema del merecimiento tiene, además, una dimensión transgeneracional. Si nuestros abuelos sintieron que no merecían —ya fuera amor, bienestar, prosperidad o reconocimiento—, esa percepción pudo impregnar la forma en la que hablaban de la vida o se relacionaban con ella. Podía quedar reflejada en la narrativa familiar, a través de frases como “aquí nadie nos regala nada, todo hay que ganarlo con esfuerzo”, “en esta familia siempre hemos sido pobres, pero honrados”; en gestos simples como dejar lo mejor de la comida para los demás y quedarse con lo sobrante; guardar las cosas “buenas” (ropa, vajilla, etc.) solo para ocasiones especiales que nunca llegan; rechazar cumplidos (“no es para tanto”); minimizar los logros propios; historias repetidas de sacrificio (“tu abuelo trabajaba de sol a sol y nunca se quejó”) y también a través de silencios significativos, como no hablar de alguien que prosperó y fue rechazado por la familia o evitar mencionar episodios de abundancia que terminaron en pérdida. Nuestros padres pudieron naturalizar e integrar esas creencias como verdades, y si tampoco lograron transformarlas, pudieron transmitírnoslas a nosotros.
Sostener la deuda
Algunas personas se sienten más cómodas en el rol de dar porque desde ahí mantienen cierto control. Dar les permite decidir cómo, cuánto y cuándo ofrecer, lo que otorga seguridad y evita exponerse a lo incierto del recibir. En ese lugar de “quien da” existe una posición de aparente fortaleza: se sostiene la acción, se maneja el ritmo y se reduce el riesgo de mostrarse vulnerable.
Recibir, en cambio, implica abrirse a la experiencia de ser sostenido, confiar en que el otro responderá a la necesidad y reconocer que uno también requiere apoyo, cuidado o atención. Es un acto de vulnerabilidad porque desarma las defensas del control: no podemos elegir de qué manera el otro nos ofrece, ni si responderá exactamente a lo que esperamos. Y esa imprevisibilidad puede vivirse como amenazante, especialmente para quienes han aprendido que depender de alguien más conlleva riesgos de decepción, rechazo o pérdida.
¿Te ha pasado que alguien te invita a un café y sientes ese impulso irrefrenable de proclamar: “la próxima pago yo”? Este gesto puede esconder más de lo que vemos a simple vista.
Lo curioso es que esta reacción suele ser automática. Sentimos la imperiosa necesidad de restablecer el equilibrio de inmediato: devolver para no sentirnos vulnerables, para volver al terreno conocido del control. Decir simplemente “gracias” y tomar lo que nos ofrecen, sin correr a devolver, puede ser un reto para muchos de nosotros, porque puede implicar sentirnos expuestos, inseguros e incluso un poco culpables. Sostener la experiencia de simplemente ser cuidados o atendidos puede entrañar un auténtico desafío interno.
Cuando lo recibido nunca parece suficiente
Hay algo importante a tener en cuenta: cuando nuestras necesidades emocionales más básicas profundas (amor, cuidado, validación, seguridad) no han sido atendidas —ya sea en la infancia o en etapas posteriores— se genera una sensación de vacío interno que no se sacia con lo que llega del exterior. No importa cuánto afecto, ayuda o reconocimiento recibamos: si dentro de nosotros permanece esa herida abierta, la experiencia será de insuficiencia. Esta vivencia nos puede llevar a relacionarnos desde la carencia, buscando sin descanso fuera lo que en realidad necesita ser reconocido y sostenido dentro. Es como intentar llenar un recipiente que tiene una grieta: por más que se vierta, nunca logra colmarse.
Este vacío suele empujarnos a entrar en lo que podríamos llamar el ciclo de la carencia:
- Buscamos fuera lo que sentimos que nos falta dentro.
- Recibimos algo, pero no conseguimos integrarlo plenamente, porque el vacío (la/s necesidad/es no satisfecha/s) sigue ahí.
- Esto nos conduce a la frustración y a la sensación de que nunca es suficiente, reforzando aún más la sensación de carencia.
Es un círculo que desgasta y que puede llevarnos a depender de la validación externa, a sentirnos atrapados en relaciones desequilibradas o a perseguir logros que nunca terminan de satisfacernos.
La salida a este ciclo no está tanto en recibir más, sino en aprender a nutrirnos internamente. Empezar a ofrecernos de manera consciente aquello que no pudimos tomar en su momento: reconocimiento, cuidado, escucha, ternura. Al cultivar este terreno interno, lo que llega de los demás deja de sentirse como una gota en el desierto y se convierte en un complemento valioso que nos enriquece y expande. Cuando nos atrevemos a mirar, reconocer y sostener nuestras necesidades no satisfechas, las relaciones dejan de ser un lugar de demanda y carencia, y se transforman en espacios de encuentro y nutrición mutua.
El placer y la abundancia
Recibir no se limita a aceptar ayuda, reconocimiento o cosas materiales; también implica abrirse a la posibilidad de disfrutar, descansar, experimentar placer y a lo bueno que la vida nos trae. Y aquí surge otra traba común: para muchas personas, permitir que la vida les ofrezca gozo, abundancia o disfrute genuino puede resultar profundamente incómodo.
Detrás de esta incomodidad suele haber creencias arraigadas que asocian el placer con algo peligroso o incluso inmoral. A veces provienen de una tradición cultural o religiosa en la que el sacrificio es visto como virtud y el disfrute como un exceso: “primero el deber, luego el placer”, “si lo paso bien, seguro que algo malo ocurrirá después”, “para ganarse las cosas hay que sufrir”. Otras veces nacen, de nuevo, por herencia transgeneracional sutil, como por ejemplo crecer viendo a los adultos posponer a menudo el descanso, relegando sus deseos personales o viviendo desde la lógica de que “lo importante es cumplir, no disfrutar”.
El resultado es que el placer se convierte en un terreno pantanoso: una especie de lujo que “no corresponde” o que “no dura”. Así, cuando alguien nos ofrece tiempo, afecto, reconocimiento o incluso un regalo material, puede activarse una resistencia interna que nos lleva a rechazarlo, minimizarlo o restarle valor. Como si aceptar plenamente lo que nos da alegría fuera un acto egoísta o indebido.
Aprender a recibir es decirle “sí” a la vida. Es un acto profundamente humano que fortalece los vínculos y nos conecta con lo esencial. Porque cuando decimos “sí” a lo que la vida nos ofrece, estamos diciendo también “sí” a nuestra propia existencia.
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