Vivir desconectados de nuestras propias necesidades

integración del trauma
Vivir desconectados de nuestras propias necesidades

Durante muchos años estuve desconectada de mis necesidades y andaba por la vida sin siquiera darme cuenta de que estaba desconectada de ellas. Era algo "natural” en mí, como si hubiera venido de serie con ello. Por supuesto también tenía dificultades para pedir, así como una constante sensación de que yo siempre daba y daba y daba, pero no recibía a cambio en la medida en que yo daba. Era doloroso y verdaderamente frustrante. Incluso en algún momento me rondó por la cabeza de que algo estaba mal en mí y no merecía.

Con el tiempo, la terapia y el trabajo personal, me di cuenta de que lo que vivía como algo natural y propio de mi personalidad, eran estrategias defensoras que había desarrollado en mi propia infancia para adaptarme al entorno en el que había crecido. Con el paso de los años, tras trabajar en mí, formarme, y escuchar un montón de historias personales en terapia y en los cursos y talleres que hacemos; me di cuenta de que no estaba sola con esto, que era algo mucho más común de lo que pensaba y que muchos y (sobre todo) muchas nos sentíamos y vivíamos así.

Pero ¿por qué pasa esto? ¿por qué nos desconectamos de nuestras necesidades? Detrás de esta desconexión puede haber múltiples causas, pero yo creo que en algún punto de esas causas siempre (o casi siempre) suele haber un denominador común: el trauma y/o el trauma transgeneracional.

El trauma no es solo un evento o una experiencia que nos impacta profundamente, sino sobre todo es algo que se vivió en soledad; y ante la ausencia de ese soporte emocional que debería habernos acompañado para integrar esa experiencia, surge la desconexión. Nos anestesiamos y llegamos a anestesiarnos incluso de nuestras propias necesidades.

Lo cierto es que todos tenemos necesidades. Llegamos a este mundo necesitando sí o sí de una persona que esté a nuestro lado. No podemos sostenernos sobre nuestras piernas, no podemos agarrar un biberón, no podemos ni tan siquiera especificar qué necesitamos si tenemos hambre, frío, dolor. Y, a veces, aunque esa persona que tenemos al lado nos da de comer y nos tapa; no siempre lo hace en la medida en que lo necesitamos y cuando lo necesitamos. Quizás porque no está del todo disponible o porque es incapaz de conectar y sintonizar con nosotros y nuestras necesidades. Cuando eso sucede y nuestras necesidades (físicas y/o emocionales) no son satisfechas regularmente, terminamos desconectándonos de ellas. Es menos doloroso no necesitar que necesitar y no recibir de manera recurrente.

Si somos bebés o niños y lloramos y lloramos y lloramos y nadie atiende a nuestras necesidades, tal vez dejemos de llorar o nuestro llanto baje de intensidad. Aprendemos que expresar nuestras necesidades no sirve de nada y crecemos convirtiéndonos en adultos extremadamente autosuficientes que no necesitan a nadie ni nada de nadie y que son capaces, por ellos mismos, de subir un sofá de 3 plazas a un 5º sin ascensor. Como no necesitamos nada de nadie, no pedimos ayuda.

Nuestro cuerpo y nuestro sistema nervioso aprendió que no había nadie allí para ayudarnos y, por tanto, no nos exponemos a la posibilidad de que nos vuelvan a ignorar o a decir “no”. Es demasiado doloroso y son heridas muy antiguas, tan antiguas que, a veces, cuesta incluso recordarlas.

En otras ocasiones está desconexión de las necesidades está vestida de mandatos familiares y creencias: “pedir es de débiles”, “primero los demás”, “no molestes”, o un “primero el deber y luego al placer” que te lleva a priorizar tareas y dejar de lado el “ser”. Estos mandatos familiares pueden estar apalancados en experiencias traumáticas de nuestros padres o incluso de generaciones anteriores y se transmiten a nosotros en la convivencia con nuestros progenitores regulando nuestro sentido de pertenencia a la familia.

Hay, también, otras dinámicas sistémicas que nos afectan profundamente y que son origen de la desconexión de nuestras necesidades: los roles familiares que asumimos. Especialmente si, como hijos o hijas, asumimos roles como el cuidador o el salvador donde nuestra prioridad son los demás. De nuevo, aquí, está presente el trauma y las heridas no resueltas de unos padres que tienen dificultades para asumir esos roles.

La desconexión de las necesidades podemos verlas en actos de lo más cotidianos: una madre agotada que nunca pide ayuda, esa amiga que siempre escucha, pero nunca comparte sus problemas, la persona que rechaza elogios o regalos porque se siente incómoda, o incluso ese jefe que tenemos en el trabajo y que tiene serias dificultades para delegar.

Cuando estamos desconectados de nuestras necesidades nuestra atención está puesta fuera de nosotros, en realidad hemos perdido la conexión con nosotros mismos y las consecuencias son claras: relaciones superficiales donde no hay una correspondencia clara. A veces no tanto por el otro, sino porque nosotros no somos capaces de conectar con la otra persona desde la vulnerabilidad. Resentimiento acumulado porque en el fondo siempre estamos esperando que el otro se dé cuenta de lo que nosotros necesitamos (aunque no lo digamos). Aislamiento, ansiedad y agotamiento si estamos en el dar, dar, dar, dar, estrategia que a veces utilizamos para ver si el otro se da cuenta de lo que nos gustaría o (en el fondo) necesitamos.

La desconexión de nuestras necesidades y la dificultad para dar y recibir, en realidad no es una cuestión de carácter o personalidad. Tampoco es un defecto personal, sino el resultado de nuestra propia historia de adaptación y supervivencia. La terapia y el trabajo de crecimiento personal y autoconocimiento pueden ayudar a reconocer e integrar las heridas tempranas que dieron lugar a esta estrategia.

Volver a conectar con nuestras necesidades, aprender a pedir, a recibir, y dar desde el deseo y no desde la obligación impuesta por los automatismos o dinámicas sistémicas, es posible y es un precioso acto de autocompasión, de amor por uno mismo. También es la base de relaciones más sanas, profundas y satisfactorias.

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