El perfeccionismo como síntoma del trauma

Cuando hablamos de perfeccionismo solemos verlo como una cualidad maravillosa que nos permite alcanzar la excelencia, hacer las cosas bien, obtener un alto rendimiento. Sin embargo, bajo esa imagen tan aspiracional y deseada, sobre todo en el ámbito profesional, a menudo se esconde algo mucho más complejo. Para muchas personas, el perfeccionismo no es algo que surja deliberadamente desde un espacio de amor y un deseo de hacer las cosas bien; sino que surge del miedo al fracaso, a no hacer las cosas bien, a no ser aceptados. Es entonces cuando el perfeccionismo se convierte en un automatismo que nos domina y que no es otra cosa que un mecanismo de supervivencia que se ha construido sobre las secuelas del trauma.
Cuando hablamos de trauma no nos referimos solo a eventos extremos y extraordinarios como puede serlo un abuso, un desastre natural o un accidente. El trauma puede aparecer también como experiencias recurrentes de invalidación emocional, de críticas constantes, humillación, abandono o negligencia; situaciones que son especialmente duras y difíciles de sobrellevar durante nuestra infancia y adolescencia. Estas experiencias hacen que nos sintamos insuficientes, que nuestra seguridad emocional, nuestra aceptación y el amor de nuestros padres o aprecio de las figuras de autoridad depende de cómo actuemos, de nuestro rendimiento o de cómo nos presentamos ante los demás.
Ante circunstancias como estas, el perfeccionismo aparece como una estrategia de adaptación y supervivencia: si soy perfecto, no me rechazarán. Si no cometo errores, no me castigarán. Si demuestro lo que valgo, quizás me quieran.
Cuando vivimos estas experiencias de niños o de adolescentes no tenemos los recursos emocionales y las herramientas necesarias para poder manejar el dolor del rechazo o la inseguridad. Es entonces cuando, inconscientemente, desarrollamos la idea de que si lo que hacemos es perfecto no nos expondremos a eso tan terrible. Si este patrón no se aborda, acaba persistiendo en la adultez a pesar de tener más herramientas y recursos emocionales como para poder hacer frente a un rechazo o un error.
Alrededor de este perfeccionismo traumático surgen diferentes partes de nuestra propia personalidad:
Por un lado, aparece el crítico interno, esa voz interna que no para de repetirte que podrías hacerlo mejor, que no es suficiente o que si fallas serás siendo rechazado. Muchas veces estas voces no son otra cosa que voces externas internalizadas, tal vez la de unos padres frecuentemente críticos, figuras de autoridad duras o episodios de burlas o humillaciones vividos en nuestra infancia o adolescencia. Probablemente, el crítico interno sea nuestra parte más ruidosa y su función es la de asegurarse que nunca bajemos la guardia y nos relajemos. Mejor criticarnos nosotros mismos y “meternos caña” a exponernos a que otros lo hagan.
Otra parte que suele aparecer es la del perfeccionista controlador. Esta parte planifica, se esfuerza, anticipa problemas antes de que puedan surgir poniéndose siempre en “lo peor”, revisa todo una y otra vez. Todavía recuerdo a ese compañero de trabajo que no dormía las noches anteriores a una presentación o una ponencia revisando una y otra vez lo que iba a presentar o a contar al día siguiente.
Esta parte controladora nace del miedo al caos o al descontrol, porque quizás en algún momento de nuestra historia sentirnos fuera de control fue vivido como realmente peligroso. Su función es la de intentar mantenernos seguros haciendo que todo, absolutamente todo, esté bajo control y que no haya ningún margen para que algo salga mal. Podéis imaginaros lo estresante que debe sentirse esta parte ante la vida que es, de por sí impredecible.
Aunque resulte paradójico, en algunas personas perfeccionista también puede haber una parte evitadora o procastinadora que acaba evadiendo tareas importantes. Esta parte tiene un miedo tremendo a no cumplir perfectamente aquello que tiene delante y esto le acaba generando tantísimo estrés que finalmente decide evitar el dolor o la posibilidad de no hacerlo bien, simplemente no enfrentándolo. La función de este procastinador es la de protegernos de la angustia, aunque por otro lado puede acabar generándonos sentimiento de culpa
El saboteador o saboteadora también puede surgir de vez en cuando. Esta parte sabotea relaciones, frena proyectos o provoca abandonos para intentar evitarte la experiencia de un fracaso aún mayor. Por ejemplo, ante un examen que llevamos preparado pero un poco “cogido con pinzas”, mejor no nos presentamos para no arriesgarnos a ser suspendidos. Al menos eso es un “fracaso” bajo control. Es una forma de protegernos de un dolor aún mayor (el suspenso).
Y por último está nuestra parte vulnerable y herida. Quizás esta es la parte más escondida y frágil, la que carga con el dolor original, la herida del trauma, el miedo al abandono o la vergüenza más profunda. Es el núcleo emocional donde se registró el trauma y aunque intenta ocultarse detrás de las otras partes, es quien necesita cuidado por encima de todo porque es ahí donde vive el sentimiento de no soy suficiente, no soy válido.
El perfeccionismo, en este contexto traumático, es un intento de “controlar lo incontrolable”, de evitar el dolor de algo que, en muchas ocasiones, es impredecible. Lejos de ser una búsqueda de la excelencia, este tipo de perfeccionismo acaba siendo una auténtica losa. Sin embargo, cuando lo comprendemos y lo vemos como una huella del trauma, podemos abordarlo dejando a un lado la crítica y mirándolo con compasión y cuidado.
En este contexto, sanar no implica dejar de esforzarnos por hacer las cosas bien o perder la ambición, sino aprender a vivir desde un lugar de seguridad interna desde el que podemos empezar a hacer las cosas, no tanto por miedo a que salgan mal como desde el amor y el deseo de ofrecerle al mundo y a otros lo mejor de nosotros mismos.
Suscríbete a nuestra newsletter
Recibe contenidos e información de cursos y talleres para tu crecimiento personal y profesional
No nos gusta el SPAM. Esa es la razón por la que nunca venderemos tus datos.