Trauma transgeneracional: cómo se perpetúa el trauma y cómo podemos interrumpirlo
El trauma puede entenderse como una experiencia que afecta la capacidad de una persona para procesar lo ocurrido de manera saludable. Aunque todos atravesamos momentos difíciles en la vida, el trauma se produce cuando un evento o una serie de experiencias sobrepasan nuestra capacidad de afrontamiento, dejando una huella en el cuerpo, la mente y las emociones.
Hay diferentes formas en las que el trauma puede manifestarse. Por un lado, está el trauma derivado de eventos traumáticos específicos (trauma agudo), como accidentes graves, abusos o desastres naturales. Estas experiencias, aunque puedan ser únicas en el tiempo, tienen un impacto duradero porque rompen nuestro sentido de seguridad y la confianza en el mundo. Esto no quiere decir que enfrentarnos a una de estas situaciones genere un trauma por defecto, sino que depende de cómo la persona percibe el evento, la capacidad de su sistema nervioso para regularse y si puede compartir lo sucedido con alguien que valide su experiencia y pueda ayudarle a sostenerla y procesarla.
Por otro lado, existe el trauma más sutil y prolongado en el tiempo, conocido como trauma de desarrollo. Este surge en contextos donde las necesidades emocionales y físicas básicas no son satisfechas de forma consistente, como en casos de negligencia, abuso repetido o vínculos inseguros con los cuidadores principales. En la infancia, cuando estamos más vulnerables y en proceso de construir nuestra identidad y conexión con el mundo, estas carencias generan patrones de respuesta que afectan nuestra forma de relacionarnos con nosotros mismos y con los demás.
El impacto del trauma no se limita a la experiencia individual. En muchos casos, se transmite de una generación a otra, un fenómeno conocido como trauma transgeneracional que puede darse de diferentes maneras:
Mecanismos de transmisión intergeneracional del trauma
Desde el punto de vista biológico, las investigaciones en epigenética han demostrado que las experiencias traumáticas pueden modificar la forma en que ciertos genes se expresan. Ocurre cuando las experiencias traumáticas alteran la manera en que ciertos genes se activan o desactivan. Estas alteraciones epigenéticas pueden ser transmitidas a las generaciones siguientes, afectando su respuesta al estrés, la ansiedad o incluso su predisposición a enfermedades físicas.
Hay estudios que demuestran cómo los supervivientes del Holocausto, que experimentaron niveles extremos de estrés, presentaron niveles bajos de cortisol, una hormona clave en la respuesta al estrés. Esto habla de una adaptación a un estrés extremo prolongado, aunque esta adaptación tiene sus propias consecuencias negativas para la salud. Los hijos de estos supervivientes también mostraron alteraciones en los niveles de cortisol, aunque en algunos casos de forma opuesta a la de sus padres. Por ejemplo, mientras que los sobrevivientes tenían niveles más bajos, algunos de sus descendientes mostraron niveles más altos o respuestas al estrés más marcadas.
El estudio puso de manifiesto que estas alteraciones no solo se relacionan con experiencias vividas directamente, sino también con modificaciones epigenéticas (cambios en la expresión de los genes sin alterar la secuencia del ADN) que explicarían cómo el trauma puede "marcar" biológicamente a las generaciones posteriores, influyendo en su respuesta al estrés y en su vulnerabilidad a trastornos psicológicos como el trastorno de estrés postraumático (TEPT), ansiedad o depresión.
El trauma se transmite también a través de patrones de comportamiento y relacionales. Una madre que ha vivido una infancia llena de miedo o abandono, por ejemplo, puede tener dificultades para crear un vínculo seguro con su hijo, incluso si no es consciente de ello. Sus respuestas emocionales, su forma de comunicarse y su capacidad para sostener el bienestar emocional del niño estarán influenciadas por sus propias heridas no resueltas.
A través de la comunicación emocional implícita, los padres expresan emociones y actitudes de manera inconsciente o no verbal, que influyen en el estado emocional y la percepción del mundo de sus hijos. Por ejemplo, la hipervigilancia emocional por parte de padres que por suelen estar en un estado constante de alerta ante posibles amenazas, incluso en situaciones seguras. Al observar esta hipervigilancia (miradas tensas, reacciones exageradas ante ruidos o cambios), los hijos internalizan el mensaje de que el mundo es peligroso, desarrollando miedo o ansiedad sin entender exactamente por qué. Un padre que evita hablar de ciertos temas o visitar lugares específicos puede generar en sus hijos un sentido de incomodidad o misterio alrededor de esos temas porque han recibido mensajes sutiles sobre lo que es “peligroso” o “prohibido” sin necesidad de que se lo hayan explicado.
Así, el trauma no tratado se convierte en parte de la dinámica familiar, dejando una impronta que puede perpetuarse durante generaciones.
La narrativa familiar es el conjunto de historias y significados que se transmiten entre generaciones y que moldean la identidad de los miembros de la familia. Estas historias no solo explican el pasado, sino que también influyen en cómo las generaciones posteriores interpretan el mundo y toman decisiones. Cuando la narrativa familiar incluye creencias limitantes o está cargada de emociones no resueltas, como miedo o culpa, puede perpetuar patrones disfuncionales. Del mismo modo, los silencios o las historias fragmentadas sobre traumas pasados generan un vacío emocional que las nuevas generaciones sienten, aunque no entiendan completamente. Esto puede llevar a comportamientos autodestructivos o a una sensación de confusión e inquietud.
También debemos considerar el impacto social y cultural en la transmisión del trauma. Comunidades que han experimentado opresión, guerras, desplazamientos forzados o colonización a menudo cargan con un trauma colectivo que se convierte en parte de su narrativa cultural. Esto puede influir en cómo las personas perciben su identidad, sus relaciones y su lugar en el mundo, creando ciclos de dolor que afectan a generaciones enteras.
Romper el círculo del trauma
El trauma no tiene por qué ser una sentencia. Comprender cómo opera y trabajar en las heridas subyacentes, no solo nos permite sanar, sino también romper estos ciclos y evitar que sigan perpetuándose a través de quienes vienen después de nosotros. Este proceso no es fácil ni lineal, pero es posible, y empieza con la decisión de mirar hacia dentro con compasión y apertura.
El primer paso para romper este ciclo es desarrollar consciencia. Muchas veces, los patrones que repetimos son automáticos y están tan arraigados en nuestra historia familiar que ni siquiera los cuestionamos. La introspección, ya sea a través de la terapia, la meditación o el simple acto de reflexionar sobre nuestras experiencias, nos permite identificar esas dinámicas que hemos heredado. Preguntarnos, por ejemplo, qué emociones reprimimos, qué miedos condicionan nuestras decisiones o qué expectativas nos imponemos basándonos en lo que aprendimos en nuestra familia, nos ayuda a iluminar aquello que necesita sanación.
Una vez que somos conscientes de estos patrones, el siguiente paso es aprender a regular nuestras emociones. El trauma a menudo se queda atrapado en el cuerpo, en forma de tensión, hipervigilancia o respuestas emocionales desproporcionadas. Por eso, las prácticas que conectan el cuerpo y la mente, como la respiración consciente, el yoga, la terapia sensible al trauma o las terapias somáticas o energéticas como la LNT®, pueden ser herramientas poderosas. Aprendiendo a calmarnos y a sentirnos seguros dentro de nosotros mismos, reducimos la probabilidad de reaccionar desde un lugar de dolor o miedo heredado.
Otra clave es trabajar activamente en nuestras relaciones. Los vínculos humanos son el terreno donde más se manifiestan las heridas transgeneracionales, pero también son el espacio donde pueden sanarse. Cultivar relaciones basadas en la comunicación abierta, el respeto y la empatía nos permite construir nuevas formas de conexión. Si hemos crecido en entornos donde el amor era condicionado, donde se evitaban los conflictos o donde había una falta de apoyo emocional, aprender a relacionarnos de manera diferente puede ser un desafío, pero también una oportunidad para sanar.
En este proceso, la compasión hacia nosotros mismos es fundamental. Muchas veces, al descubrir los patrones que hemos heredado, podemos sentir culpa o vergüenza, pero es importante recordar que el trauma no es culpa de nadie. Reconocer que estamos haciendo lo mejor que podemos con lo que recibimos es un acto de autocompasión que nos da fuerza para seguir avanzando.
Romper el círculo no significa ignorar el pasado, sino integrarlo de manera saludable. Esto implica honrar las historias de quienes vinieron antes que nosotros, reconociendo tanto su dolor como su resiliencia. Al hacerlo, podemos soltar el peso de las heridas que no nos pertenecen y elegir conscientemente qué queremos conservar y qué queremos transformar.
Uno de los mayores regalos que podemos hacernos tanto a nosotros como a las generaciones futuras, es aprender a aceptar la incertidumbre. Muchas veces, el trauma nos genera una necesidad compulsiva de controlar todo para evitar más dolor. Sin embargo, cuando aceptamos que la vida está llena de cambios y aprendemos a confiar en nuestra capacidad para afrontar lo que venga, sorteamos el miedo y limitación que el trauma suele imponer.
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