¿Por qué, a veces, sentimos que vivimos vidas que no elegimos?

Tal vez en alguna ocasión te hayas descubierto diciendo un “siempre me pasa lo mismo”. Quizás una relación que termina igual que la anterior, un trabajo que también se parece al anterior o una sensación de estar sosteniendo siempre a los demás. Paradójicamente todo tiene un sabor a “siempre”, y a ese siempre le acompaña una amarga sensación de que todo eso que estás viviendo nunca ha sido una elección propia.
Y no, no se trata de que estemos haciendo las cosas mal o seamos débiles, sino de cuestiones más profundas en las que se ven involucradas nuestras heridas tempranas, cómo funciona nuestro cerebro y dinámicas invisibles que hemos vivido en nuestra familia o entorno. Aquí, hoy, vamos a mirarlo de cerca y, por supuesto, desde una aproximación amorosa.
A veces “sobrevivir” se convierte en una “costumbre”. Esto es algo que tiene que ver con nuestras heridas emocionales más tempranas, con trauma. El trauma no siempre es un accidente brutal, un atentado, un terremoto o un hecho aislado impactante. También es algo más común de lo que suponemos, y nace de situaciones que hemos vivido de manera repetida, especialmente en nuestra infancia. Imagina crecer en un hogar donde, quizás, no había espacio para sentir; o donde recibir amor y hacernos sentir amados dependía de si nos portábamos bien o no, o donde había silencio y tristeza, crítica o tensión constante.
En estos escenarios en los que crecemos, la mente y el cuerpo generan, desde muy pronto, estrategias (de brillante inteligencia) para sobrevivir: quizás callar para evitar el conflicto, hacernos invisibles para no molestar, ser perfectos para acallar las críticas, complacer a otros para mantener la calma, etc.
Estas estrategias que aprendimos de niños y que, en su día nos protegieron, suelen seguir funcionando en piloto automático cuando ya somos adultos. Aprendemos qué conductas reducen la tensión y nos permiten “sobrevivir” en el sistema familiar, y esas experiencias cargadas de miedo, soledad, dolor o vergüenza quedan almacenadas en nuestra memoria emocional y somática. Una memoria que no es narrativa ni racional, sino que es puramente reactiva y que acaba disparando la misma respuesta cada vez que algo se parece a la escena original. Aunque de adultos, racionalmente, sepamos que ya no hay peligro, que no es para tanto, nuestro cuerpo sigue reaccionando en automático como si realmente sí estuviera presente el peligro.
Al mismo tiempo, ese niño que complacía evitaba el enfado de su padre o su madre; el que se hacía invisible evitaba el castigo; el que lo controlaba todo prevenía el caos; y el que era perfecto evitaba las críticas. Estos patrones adaptativos llevaban a conseguir una recompensa inmediata y, hoy en día, aunque no estemos ante la misma amenaza, repetir esas conductas sigue aliviando la ansiedad en el momento. Es un “premio” químico (dopamina y reducción de cortisol) que refuerza el patrón aprendido. Repetimos compulsivamente porque se ha convertido en un automatismo.
Al mismo tiempo, nuestro cerebro predice lo que va a pasar antes de pensar, está diseñado para predecir el futuro basándose en lo que experimentamos en el pasado. Por lo tanto, si crecimos en un ambiente familiar donde había peligro, abandono o exigencia, nuestro sistema nervioso quedó programado para ver el mundo a través de esas lentes.
Así, si de niños el silencio de nuestros padres solía significar enfado, hoy en día cuando nuestra pareja guarda silencio nuestro cerebro se dispara automáticamente y predice que nos van a rechazar. Aunque la situación actual sea totalmente diferente, nuestro cuerpo reacciona como si volviéramos a tener cinco, cuatro o seis años y tenderá a reforzar lo que nos alivió en su momento, consolidando el hábito.
Esa es la razón por la que a veces sentimos que vamos en automático y actuamos, pensamos o decidimos contra nuestra voluntad. En realidad, lo que está sucediendo es que circuitos neuronales antiguos se activan mucho más rápido que nuestra parte racional, para garantizar nuestra supervivencia.
Pero vamos a ir un poco más allá, vamos a hablar también de los guiones invisibles de la familia, de patrones familiares, de roles. Las familias buscan siempre el “equilibrio”, aunque sea a costa del bienestar de uno de sus miembros. Así nacen los roles: el hijo responsable, la mediadora, el rebelde, el invisible. Si, por ejemplo, fuimos ese niño que calmaba a los padres discutiendo, es muy probable que de adulto repitas ese rol de mediador en el trabajo, en la pareja, con los amigos.
También existen las lealtades invisibles, esas normas no escritas en la familia que acaban calando profundamente: “los hombres no lloran”, “hay que ser fuerte”, “mejor no destacar demasiado”, “lo que importa es el qué dirán”, “cuando hay dinero de por medio la gente se vuelve mala”, etc. Romper esas normas no escritas pueden vivirse como algo realmente peligroso, como un riesgo de pérdida de la pertenencia que puede acarrear, incluso, un pesado sentimiento de culpa. Es entonces cuando eliges quedarte con lo heredado, porque es nuestra forma de seguir perteneciendo.
¿Y cómo se entrelaza todo esto? Si tuviéramos que secuenciarlo, este sería el proceso:
- Una señal (un silencio, una crítica, una petición).
- El cerebro hace una predicción: “esto terminará mal”.
- Se activa una estrategia protectora aprendida en la infancia.
- Esa estrategia pone en marcha un patrón (callar, complacer, controlar, huir).
- El sistema (cerebro y familia) premia la conducta: menos ansiedad ahora, más aprobación externa.
- Y así se instala la sensación de que la vida se repite, aunque nunca lo hayamos elegido conscientemente.
Sentir que repetimos una vida que no elegimos es el resultado natural de un sistema nervioso que intentó protegernos de historias familiares que buscaban sostenerse como podían y, por supuesto también, de un contexto social que, en ocasiones, pudo limitarnos.
Estos patrones, aunque automáticos, no son inamovibles. Quizás surgieron en un momento de nuestra vida en el que cerebro era extraordinariamente maleable, pero, a día de hoy, nuestro cerebro sigue contando con su plasticidad.
Desde nuestro punto de vista, con prácticas que integren la dimensión interna (trauma, cuerpo, memoria) y la dimensión sistémica (familia, vínculos, contexto), es posible actualizar la experiencia y abrir espacio para elecciones mucho más libres y auténticas.
Esa es la razón de ser de nuestra formación en constelaciones familiares, sistémicas e intrapsíquicas: ofrecer un camino donde la comprensión, la experiencia y la práctica se unen para, además, poder transformar la repetición en posibilidad.
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