Cuando negamos o rechazamos emociones

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Las emociones son un tema complejo, y algunas no son fáciles de transitar. Especialmente emociones como el enfado, la ira, la culpa, la vergüenza, el miedo o la tristeza. Rechazar o suprimir emociones es un comportamiento humano común, y hay varias razones que nos pueden llevar a ello:

En muchas culturas y sociedades, ciertas emociones no son vistas con buenos ojos o son consideradas signos de debilidad. Por ejemplo, en algunos contextos, mostrar vulnerabilidad o tristeza —especialmente en hombres— puede ser malinterpretado como fragilidad. De forma similar, expresar ira puede ser etiquetado como una pérdida de control o como algo inapropiado. Como resultado, muchas personas aprenden desde jóvenes a rechazar, anular o esconder estas emociones.

En otros casos, las emociones se rechazan como un mecanismo de defensa. Evitar enfrentar emociones dolorosas o traumáticas puede ser una manera de protegerse de sentir más dolor. Incluso, a veces hay un cierto miedo de no ser capaz de controlarlas o de no poder salir de ese estado si se entra en contacto con él. Esta evitación suele estar relacionada con una falta de habilidades de regulación emocional, que no siempre se aprenden en la infancia o el entorno cercano.

También es común que nos juzguemos o auto-juzguemos por lo que sentimos, especialmente si consideramos que ciertas emociones “no deberían estar ahí”, no son “propias de nosotros” o nos convencemos de que “no están justificadas”. Este juicio interno refuerza el ciclo de rechazo emocional.

Las emociones intensas pueden hacernos sentir fuera de control, y rechazarlas o suprimirlas puede ser  un intento de mantener cierto equilibrio o dominio sobre uno mismo y la situación. Sin embargo, ese aparente control a veces se sostiene a costa de una desconexión profunda.

En personas que han vivido experiencias traumáticas o trauma complejo, este rechazo emocional puede estar todavía más marcado. Algunas emociones pueden ser disparadores que recuerdan eventos difíciles del pasado o sensaciones asociadas al trauma. Por ello, protegerse emocionalmente se convierte en una estrategia inconsciente para sobrevivir.

Ahora bien, este rechazo emocional no solo tiene un impacto momentáneo: a nivel profundo, puede implicar una exclusión a nivel intrapsíquico. Esto implica que partes de nuestra experiencia emocional quedan fuera de la conciencia, como si fueran elementos incompatibles con la imagen que tenemos de nosotros mismos. Esta división interna —aunque muchas veces automática y no consciente— puede generar malestar psicológico, síntomas físicos (como la somatización), desconexión emocional o incluso patrones relacionales repetitivos y disfuncionales.

Rechazar una emoción, en cierta medida es una invalidación. Es querer negar y excluir una parte importante de nosotros mismos. Es decir que hay algo que no está bien en mí. Lo que está auténticamente claro es que somos humanos y que como humanos en nosotros viven todas las emociones por mucho que nos resistamos a ello.

Integrar esas emociones no es simplemente “permitirse sentir”, sino un proceso de reconocer, validar e incluir lo que antes fue rechazado, devolviendo coherencia y cohesión a nuestro mundo interno. La terapia puede ser un espacio clave para facilitar este reencuentro con lo que ha sido excluido, y abrir paso a una relación más compasiva y auténtica con uno/a mismo/a. 

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