Qué ocurre cuando un padre no está presente

En un sistema familiar, cada uno de los miembros cumple una función que permite que el conjunto se organice, se mantenga unido, se adapte a los cambios y sobreviva.
Algunos de estos roles son naturales y estructurales: padre, madre, hijo, abuelo, etc; mientras que otros, sin embargo, acaban siendo adaptativos. Los crea el propio sistema para intentar compensar desequilibrios o carencias que ponen en peligro la supervivencia del sistema.
Así como los roles naturales derivan de la propia posición generacional y jerárquica de los miembros; padres al servicio de los hijos, hijos que reciben y crecen gracias a lo que los padres les aportan, etc.; cuando hay conflictos o traumas pueden aparecer roles que no estaban previstos, o producirse un intercambio de roles. Este es el caso, por ejemplo, del hijo que pasa a ocupar el rol del padre y se convierte en cuidador, el chivo expiatorio, el excluido, etc. Estos roles cumplen una función vital para el sistema, pero sin embargo acaban teniendo un coste muy elevado para quién lo ocupa.
Cuando un padre no puede estar presente para desempeñar su función de cuidador y protector, ya sea por fallecimiento, ausencia física o emocional, o cualquier otra causa; el sistema requiere de alguien que asuma ese rol. En estos casos el sistema puede adaptarse de varias maneras y aquí juega un papel fundamental la madre a la hora de reorganizar (o no) los vínculos y distribuir (o no) las cargas.
Ante la ausencia del padre pueden darse diferentes escenarios:
La madre asume también la función paterna asumiendo, además de la nutrición y el vínculo, otras tareas como el sostén económico y simbólico. Un escenario “heroico” para la madre carga con una enorme responsabilidad, puede conllevar importantes niveles de estrés. En estos casos, los hijos suelen sentir una enorme gratitud y admiración por esa madre fuerte, pero también la obligación de no dar problemas, lo que puede dar lugar a una sobreadaptación, triangulaciones, dificultades para separarse de ella y dejarla sola o incluso una sensación inconsciente de deuda.
El hijo/a ocupa el lugar del padre y se convierte en el apoyo de la madre y la figura paterna de los hermanos. El hijo o la hija que se sale de su rol asume responsabilidades que no le corresponden como hijo. Si esto sucede desde pequeño, se tiene que hacer adulto muy pronto, renunciando a su infancia y sobrecargándose con tareas, cuidados y cometidos que no son propios para su edad. De alguna manera renuncia a su identidad de niño, a jugar, a explorar para desempeñar la función de cuidar y hacer, algo que puede pasarle factura en la adultez y en un modo de relacionarse (y dar amor) basado en el cuidar y/o hacer. A su vez el desorden jerárquico dentro del sistema familiar puede dar lugar a conflictos con sus otros iguales (sus hermanos).
El rol de padre se reparte entre varios hijos asumiendo cada uno de ellos una parte del rol: cuidados, autoridad, representación. De nuevo los hijos se hacen adultos muy pronto y, a su vez, esta fragmentación de funciones puede dar lugar a tensiones entre ellos y a un exceso de responsabilidad.
Figuras externas ocupan la función de padre: pueden ser los padres, abuelos o quizás una nueva pareja que se encarga de sostener y dar dirección. Para los hijos es una opción más liberadora, pueden seguir siendo niños; pero aun así, la ausencia se siente y el padre biológico siempre será el padre biológico de los niños.
El rol no es ocupado por nadie: en estos casos la ausencia en sí constituye un trauma del que no se habla. En los hijos se suele producir una sensación importante de “orfandad” simbólica o energética que los lleva a buscar sustitutos fuera del sistema. El silencio afecta profundamente a la comunicación y a los vínculos y aparecen secretos y falta de confianza.
Padre presente pero emocionalmente ausente: en ocasiones el padre puede estar físicamente presente, pero no disponible emocionalmente para dar el soporte, cuidados y apoyo que requieren los hijos (y la madre). Se instala, entonces, una falsa apariencia de normalidad bajo la que subyace una tensión crónica y una falta de desconfianza en el padre ausente.
La ausencia del padre siempre genera una herida en el sistema familiar. Herida a la que el sistema busca como adaptarse. Aunque estas soluciones permiten que el sistema sobreviva, lo cierto es que tiene un impacto profundo en los miembros de la familia. En estos casos, sanar pasa no solo por reconocer lo que sucedió, honrar a lo excluido y devolver a cada miembro a su rol; sino sobre todo con atender las heridas emocionales experimentadas como consecuencias de ese cambio de rol: volver a conectar con necesidades propias, reaprender la seguridad en el cuerpo, recuperar la infancia perdida, construir un nuevo lugar desde el que nos relacionamos como adultos y permitirnos la vulnerabilidad a la que, probablemente, tuvimos que renunciar.
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