El impacto del divorcio o la separación en el sistema familiar

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El impacto del divorcio o la separación en el sistema familiar

Cuando en una familia se produce la separación o el divorcio de los padres, se reconfigura aquello que sostenía a esa familia. No se trata solo de quién se queda con qué o de cómo se reparte la custodia o los tiempos con los hijos; sino que también es algo que puede vivirse, no solo como una experiencia de ruptura externa, sino también como una ruptura interna que implica una reestructuración de los roles, relaciones y dinámicas que sostenían y definían la vida familiar tal y como era conocida hasta entonces.

Para empezar, desde la mirada sistémica, lo primero que sucede es que el sistema “pareja” se rompe y deja de existir. Aunque el sistema formado por los padres y los hijos seguirá existiendo de por vida, los progenitores dejan de ser “pareja” y pasan a ser únicamente padres/madres de sus hijos. En constelaciones familiares podemos ver con claridad cómo, a pesar de la ruptura del sistema “pareja”, el sistema (familiar) busca siempre el equilibrio, la pertenencia, el orden. Por ejemplo, cuando una pareja se separa, puede ocurrir que uno de los padres se sienta emocionalmente solo o necesitado de apoyo. A veces, sin que nadie lo diga directamente, uno de los hijos puede empezar a ocupar ese lugar de apoyo emocional. Es decir, intenta acompañar, consolar o incluso cuidar al padre o la madre como si fuera su responsabilidad. Pero ese no es un rol que le corresponda al hijo o la hija, y asumirlo puede convertirse en una carga muy pesada. Sin quererlo, se ve intentando sostener algo que no le toca y que puede ser difícil de manejar, especialmente porque se trata de una necesidad adulta que no debería recaer en un niño o adolescente.

También podemos ver con una cierta frecuencia cómo los hijos intentan “reparar” la separación de los padres ejerciendo un rol de mediadores, intentando unir lo que se rompió de una manera inconsciente, o cómo a veces unos se alinean con uno de los progenitores tomando partido por el otro. Estos cambios de rol que pueden llegar a asumir los acaban convirtiéndose en cargas que condicionan sus futuras relaciones, su manera de amar, su capacidad de poner límites, incluso sus síntomas físicos o emocionales.

Los hijos no solo asisten como espectadores a la ruptura de la relación con sus padres, sino que también lo viven en su cuerpo y en su alma. Sistémicamente un hijo es 50% papá y 50% mamá, y aunque cuando hay mucha tensión en la pareja, la separación puede ser un alivio para el hijo, también supone un desgarro interno que no siempre expresan en palabras. Sus propias reacciones emocionales hablan de ese dolor: cambios de conducta, aislamiento, hipermadurez o incluso una necesidad urgente de agradar o cuidar a los adultos. Cuando no se nombra el dolor, cuando no se les permite a los hijos sentir lo que sienten sin tener que "estar bien por los padres", ese dolor se encapsula. Y lo que no se expresa, se repite y se enquista.

Desde el enfoque del trauma, para un niño o adolescente, el divorcio puede vivirse como una fractura en su seguridad emocional básica. El mundo tal como lo conocían: sus progenitores juntos, una sola casa, unas rutinas familiares que dejan de existir. Incluso en los casos en los que la relación de los padres es conflictiva, se rompe una situación de continuidad y previsibilidad.

Por supuesto, para los padres tampoco es fácil. Esa ruptura no solo supone la pérdida de la pareja, sino también en cierta medida la pérdida de aquella parte de nosotros que ha construido una identidad como “pareja de...”, algo que a veces nos afecta profundamente, especialmente en casos en los que había un importante proyecto en común o cuando nos hemos “desdibujado” en la relación para dar espacio al otro.

Desde un punto de vista individual, muchas veces lo que más cuesta no es tanto la ruptura en sí, sino soltar la idea de “lo que debería haber sido”. Se produce una lucha entre aceptar lo que es y aferrarse al ideal de lo que debió ser, lo que puede dar lugar a bloqueos emocionales, reproches y dificultades para mirar al otro como el padre o la madre de nuestros hijos, más allá de nuestra ex-pareja.

En muchos casos, el proceso de divorcio o separación no solo implica la ruptura del vínculo actual, sino que también puede reactivar heridas emocionales más antiguas. Estas pueden estar relacionadas con experiencias previas de abandono, rechazo o traición, vividas en la infancia u otras etapas de la vida. Si esas heridas no han sido trabajadas o integradas adecuadamente, el conflicto presente puede detonarlas, conectando a la persona con estados emocionales intensos que parecían estar superados o inactivos, lo que puede dificultar la regulación emocional y afectar la forma en que se vive y se gestiona la separación. Es entonces el momento de abrir procesos que nos lleven a conectar con nosotros mismos y a darnos permisos para buscar una vida más auténtica y plena.

Desde nuestro punto de vista, la familia es un conjunto de relaciones en movimiento y evolución. El divorcio o la separación de la pareja, aunque sean procesos dolorosos, pueden ser también una oportunidad para transformar esas relaciones. No se trata tanto de “superar” esa ruptura de la pareja, como de integrarlo, de comprender qué lugar ocupa en la historia de cada uno y de la familia como totalidad. De permitir que cada uno de los miembros de la familia encuentre su propio lugar, sin necesidad de cargar a nadie con aquello que no le pertenece. De trabajar aspectos nuestros que resuenan con nuestras propias heridas.

Al final, por encima de todo, lo que necesitan los hijos no es tanto que los padres sigan juntos a toda costa, sino que estén bien y puedan estar emocionalmente disponibles para ellos. Este tipo de rupturas, aunque pueden ser dolorosas, también pueden ser un punto de inflexión hacia una forma de vincularnos mucho más consciente, más sana y auténtica.

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